la caja negra


La Caja Negra

Bruno Schwebel
Sanchitos- llamado así por todos, incluso por su mujer - abandonaba su modesto apartamento todos los días después del amanecer para tomar el metro al trabajo. En realidad no tenía necesidad de salir tan temprano, pero era la hora en que sentía que estorbaba menos. Y nunca que se le ocurrió que los demás le molestaban tanto a él como él a los demás. Pero esa había sido la norma de su vida y sería también la de su muerte.
¡Que hermosa soledad la de la oficina! A las nueve en punto empezaba a teclear en su máquina de escribir, que había transformado en silenciosa para no caer mal. Y escribía como robot, dejando que su mente divagara inventando cosas. Sanchitos tecleaba en su silenciosa máquina escandalosa copiando ríos de textos rutinarios, oficios, lo que el jefe le ordenase, lo que la secretaria del jefe le ordenase, lo que el ayudante de la secretaria del jefe le ordenase, el jefe necesita esto con urgencia, el jefe necesita con urgencia, el jefe urgencia, urgencia, la mirada engrapada, automática y eficiente. Con el golpeteo de las primeras palabras entraba en visiones, su mente repartida entre lo copiado y la fantasía. ¡Y funcionaban, sus inventos! Su máquina de escribir silenciosa que inventase aquella mañana durante ese interminable escrito ¡cómo la fue perfeccionando! Si, cada día hacía menos escándalo, sus colegas resignándose más y más con el penetrante traqueteo. Tecleando por meses, años, había instalado su laboratorio de inventos en el sótano de su casa, con aislantes paredes de espuma sólidas para no molestar a Ana, su mujer. Así desde la nueve en punto, hora de sentarse en su escritorio, las primeras metrallas de su Olivetti lo trasladaban al laboratorio. Su mujer lo regañaría, qué tanto haces en ese sótano, deberías de, deberías de, deberías, deberías, pero él, gracias al control automático de su voz que no le dejaban contestar mas allá de cierta intensidad, inventado por él para que jamás pero jamás pudiera importunar, le respondería aterciopeladamente trabajar en mis cositas mi vida, mis cositas mi vida, mis cositas mi vida, cual ronroneo de gato tuerto entre las piernas de su señora.
También invento la barrera iónica de sonido para no interferir con sus ruidos corporales a su mujer, que ni en sueños se quitaba esa mueca perenne de desprecio. Y durante aquel regaño de su jefe, por qué no hizo, por qué no copió, por qué no terminó, no terminó, inventó la reducción de su cuerpo para desaparecer inadvertido. Un día de ajetreo incesante, tengo otro trabajito para usted Sanchitos, este oficio urge, perfeccionó el "interphone" des integrador de secretarias de jefes, y los resultados de su spray de simpatía fueron extraordinarios. ¡Cómo disfrutaba entonces de las sonrisas de aceptación en cuanto lo miraban, qué lindo Sanchitos, qué simpático Sanchitos, qué adorable Sanchitos!
Con los cambios de papel regresaba a la oficina, no sin darse antes una rociada de su repelente contra organizadores de rifas. Iría al baño, perfeccionando la bragueta automática, prepararía café pensando en cómo hacer tazas auto destructibles y cucharitas de azúcar disolubles, para regresar luego a su máquina de escribir. ¡ Que felicidad estar en el laboratorio entre sus cosas!
Siempre había considerado la realización suprema de cualquier artista, su obra máximum maximórum, aquella que fuese ejecutada especialmente para él. Esa sería la consagración de todo inventor auténtico, de todo verdadero creador. De esa teoría nació el proyecto de su desaparición, basado en una de sus propias ideas (que creó con tan sólo parte de su cerebro para no molestar a la otra que en aquel entonces estaba ocupada en amoríos con Rebequita ): la fascinante cajita negra aquella, que al colocársele una moneda zumba y se sacude, abre su tapa, para que aparezca una manita ladrona que coge el dinero veloz y desaparece veloz en la alcancía que se cierra y apaga. Solo sería cuestión de apagar, de amplificar su concepto, con la detonación del pistoletazo iniciando la cadena de eventos. Pasó años ante su máquina de escribir en la oficina, transportando a su laboratorio, y la construcción fue tan perfecta que resultaba totalmente absurdo considerar la posibilidad de algún funcionamiento erróneo.
Por fin una mañana, estuvo todo listo para la gran desaparición. El sepelio perfecto que a nadie importunaría. Todo estaba previsto: el engorroso papeleo, el acta de defunción, todo. Todo estaba pagado, finiquitado. Nada quedaba nada para hacer para nadie. No quería molestar; causar problemas. Un entierro que nadie disfrutaría. Perfecto. Único. Privado. Que no dejaría indicios.
Aunque ese día no era sábado se cambió de ropa interior, vistió su traje negro y se fue al trabajo. El jefe pensó, hagas las caras de pésame que hagas no hay aumento, la secretaria indiscretamente echó una rociada de aroma de pinos para contrarrestar el de la naftalina del traje de luto. El office-boy le dio una palmada de sorry viejo, sus compañeros murmuraban con dolencias y a las miradas cuestionantes de "¿tu mujer?", respondía con un patético inclinar de testa que significaba "No.. ¡Yo!". Finalmente suspiró hondo, agravó la expresión de resignación y se puso a teclear, dejando, como había deseado, un ambiente de pobre Sanchitos.
Ya en su sótano, acabado de forrar de terciopelo púrpura, comprobó la posición de la hermosa caja mortuoria sobre el catafalco de oro, depositó en ella disfrutando momentáneamente los finos acabados de satín y familiarizándose con sus comodidades. Después de verificar una vez más las secuencias, prendió incienso, sacó la pistola y disparó en la sien La detonación de inmediato activo los engranajes, exactos y relucientes cual gigantesco mecanismo de reloj, que zumbando, vibrando y tictaquendo muy, muy tenuemente enviaban sus brazos de latoncio para cerrar el ataúd, levitar y depositarlo dulcemente en el fondo del negro hoyo, en cuyas paredes se habrían grandes excusas arrojando varias toneladas de tierra. Para eso, las luces de laboratorio danzaban, fúnebres, a media flama, escuchándose, los compases óctafonicos de su adorado "Vals triste" de Sibelua, mezclados con solemnes exequias grabadas por él mismo para su alma, mientras que otras bocinas inundaban el ambiente con ahogados sollozos y lloriqueos. De preciso acuerdo con el programa se abrió el muro apareciendo una gruesa loza de piedra (con las manos rezantes de durero labradas en bajo relieve) que se deslizaba suavemente sobre la fosa, cubriéndola con precisión. El tapete se volvió a acomodar tapando todo, el moblaje a colocar en su sitio y mediante misteriosos juegos de resortes se abrían grandes ramos de agapandos, flores de su predilección, eternamente despreciadas por su mujer.
Y mientras ésta pensaba en el creciente aumento de inseguridad y que había sido una imprudente al sustituir las balas de plomo de la pistola por cartuchos de salva, Sanchitos se asfixiaba en su caja negra muy quedito para no molestar, a la vez que jadeaba discretamente encima de su maquina de escribir, sin dejar de teclear pero con un ritmo que iba apagándose poco a poco. fin

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